Kafka, el escarabajo en el laberinto
Se cumplen cien años de la muerte del escritor
“Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. Así comienza una de las obras más importantes de la historia de la literatura del siglo XX, y un auténtico pilar fundamental para entender el mundo que nace tras la Primera Guerra Mundial.
Se trata del inicio de “La metamorfosis”, novela corta escrita por uno de los autores más importantes de la historia, y del que en este 2024 se cumplen cien años de su muerte. Sin embargo, la vida de su autor bien podría haber sido la del personaje: un hombre gris en un trabajo burocrático alienante, y atrapado en un laberinto de miedos e inseguridades. Tanto es así que, tanto autor como personaje, mueren de la misma forma: en el más absoluto anonimato. No obstante, la historia de Kafka tiene un apéndice que la convierte en lo que es hoy. Un amigo que se niega a destruir todas sus obras, contraviniendo la última voluntad del autor en su lecho de muerte.
Así termina la historia de uno de los personajes más atrayentes del siglo XX, no tanto por su vida en sí, que podría ser la de cualquier otro habitante de su época; como sobre todo por su impresionante mundo interior, que deja plasmado en novelas que han trascendido con mucho su historia; “El Proceso”, “El Castillo” o la ya mencionada “Metamorfosis”.
Pero vamos al principio. Franz Kafka nace un 3 de julio de 1883 en Praga, por aquel entonces, capital de la Bohemia dentro del Imperio Austrohúngaro; y hoy capital de la República Checa, y lo hace en el seno de una familia judía (sus tres hermanas morirán en campos de concentración y sus dos hermanos no llegaron a los dos años de vida). Su padre, un hombre autoritario e irascible, se convertirá en propietario de un negocio textil tras abandonar la carnicería familiar; mientras que su madre, hija de un fabricante de cerveza, y mucho más refinada, acercará al pequeño Frank a ámbitos universitarios, bohemios y artísticos.
Para ascender de categoría social, el padre de Kafka intenta borrar su pasado judío, pero Franz comienza a interesarse, investigando el judaísmo jasídico y el sionismo, lo que provoca constantes enfrentamientos con su padre. Tras no destacar en los estudios y abandonar las carreras de Química e Historia del Arte, Franz entra, obligado por su padre, en la carrera de Derecho, de la que se doctora en 1906.
Y aquí ya comienza a verse una clara dicotomía en la vida del autor que se mantendrá hasta su muerte: por el día realizará un trabajo burocrático y gris en una empresa de seguros; y por la tarde organizará actividades literarias y sociales de teatro judío.
En 1911 funda la primera fábrica de amianto de Praga, pero enseguida abandona el negocio al darse cuenta de que interfiere con el tiempo dedicado a la literatura, volviendo al mundo de los seguros que no abandonará hasta conseguir la jubilación anticipada.
Y es que, aunque lo odiaba profundamente, el trabajo mecánico le dejaba el suficiente tiempo para dedicarse a sus pasiones: investigar la cultura judía y, sobre todo, escribir. Kafka iniciaba su verdadera “jornada laboral” a las diez de la noche, y no se levantaba de la mesa hasta pasadas la una o las dos de la madrugada. En una ocasión permaneció sin levantar los ojos del papel hasta las seis de la madrugada, terminando de una tacada el libro “La condena”.
Tras estas sesiones de escritura intentaba dormir, pero no lo conseguía a causa del insomnio, por lo que su salud se fue debilitando. En 1917 le detectan una tuberculosis que irá consumiendo su vida. Tras conseguir la baja médica se recluirá en distintos sanatorios hasta que, en 1923, conoce a Dora Diamant, una periodista de veinticinco años con la que planea viajar a Israel.
Su débil estado de salud le impide realizar el viaje, pero sí se traslada a Berlín, donde puede dedicarse en cuerpo y alma a escribir. En plena Navidad de 1923 contrae una pulmonía, lo que le obliga a volver a Praga en marzo del 24 para comenzar una dolorosísima fase final de su enfermedad que terminaría el 3 de junio de 1924 con su muerte.
Así terminaba una vida gris y desconocida para el gran público que debería haberse quedado ahí, o al menos eso es lo que pretendía el autor, pues en su lecho de muerte hizo prometer a su gran amigo Max Brod que destruiría toda su creación literaria después del fallecimiento.
Pero el albacea se negó a hacerlo, comenzando a publicar las obras del autor, y renunciando así a su propia gloria, pues Brod, escritor prolífico e importante intelectual de la época debió escoger entre llevarse sus propios escritos o los de su amigo ante la llegada de los nazis.
La decisión de Brod iniciará un curioso proceso judicial que nada tiene que envidiar al de sus personajes, pues tras su muerte se abrirá una batalla judicial por los manuscritos de Kafka, y, por lo tanto, con los derechos de las obras, un asunto que no se ha resuelto hasta hace pocos años, cuando la Biblioteca Nacional de Israel se hacía con todos los derechos de la obra de Franz Kafka.
Samuel Román