El cólera y los otros confinamientos de Madrid
Una terrible epidemia provocó un millón de muertes en España durante el siglo XIX
Si hay una epidemia en la historia de España cuyo tratamiento se asemeja al que está teniendo el coronavirus esa es, sin duda, la epidemia de cólera que sacudió, en siete oleadas, España durante más de un siglo. Y es que las autoridades primero negaron su existencia, después mostraron pasividad ante la expansión del virus, y por último decretaron un confinamiento selectivo (acordonamiento lo llamaron) de distintas zonas de Madrid para evitar la propagación que provocó estallidos sociales que generaron revoluciones.
El cólera, una enfermedad infecciosa nacida en las orillas del Ganges antes del siglo V a.C, está provocada por una bacteria, la Vibrio Cholerae, que provoca vómitos y diarreas acuosas que causan la deshidratación en pocas horas. Precisamente estas diarreas hacen que partículas fecales acaben en todas las pertenencias del infectado y en el agua, lo que hace muy rápida la propagación, sobre todo en áreas superpobladas.
A pesar de esa facilidad de propagación, la bacteria estuvo “confinada” en la India durante más de veinte siglos, con algún brote aislado en zonas del sudeste asiático. Pero será al llegar el siglo XIX cuando la expansión comercial exporte la llamada “fiebre azul”. Japón y China serán las primeras afectadas por una epidemia que nacerá en 1817 y se extenderá por toda Asia en seis años. La segunda ola, que comienza en 1829, llegará a Europa a través de Rusia y Londres, y entrará en España por Portugal y el puerto de Vigo en 1833.
En Andalucía el cólera provocará estragos, obligando a confinamientos o “cordones sanitarios” en los municipios más afectados de la región. Pero, con la llegada del invierno, la epidemia da una tregua, y el Gobierno decreta la reapertura de la circulación en todo el país. En la primavera de 1834 la epidemia ya se había extendido por toda España, y ni el confinamiento total de Andalucía logró frenarla.
Ante la incapacidad para controlar la situación, el Gobierno de María Cristina optó por un confinamiento inverso: serían las zonas “limpias” las que permaneciesen aisladas para evitar su contagio. Pero la cosa no salió como esperaban, y las protestas de los vecinos confinados llevaron a tomar medidas drásticas: prohibición de todo tipo de información sobre el cólera, y toque de queda en las puertas de entrada a Madrid (toque de queda que, por supuesto, no operaba ni para el Gobierno ni para la Familia Real).
A finales de junio, el Gobierno confinaba Vallecas en medio de todo tipo de rumores sobre la expansión de la enfermedad por la capital. Ese mismo día negaban que la bacteria estuviese en Madrid, y afirmaban que la decisión se tomaba como medida preventiva, pero tan sólo dos días después la Familia Real y el Gobierno en pleno abandonaban la capital para refugiarse en la Granja de San Ildefonso, estableciendo, además, dos cordones sanitarios entorno al palacio. El pueblo de Madrid se sintió abandonado y engañado por sus gobernantes, un malestar que no hizo más que crecer al conocer otra decisión: las tropas sí podrían circular libremente, a pesar de llegar de zonas infectadas, para participar en las Guerras Carlistas que se desarrollaban en el norte de España.
Desde ese momento, los madrileños empiezan a identificar el cólera con la guerra y el Carlismo, lo que explicará uno de los sucesos más terribles que tuvieron lugar en esta primera ola. A las doce de la mañana del 17 de julio, dos chicos jugaban junto a la fuente de la Mariblanca en plena Puerta del Sol, cuando uno de ellos, decidió tirar un puñado de arena en la cuba de un aguador. Esta broma, que en circunstancias normales no hubiera pasado de ahí, provoca un tumulto que acaba con la muerte de al menos 75 frailes en un sólo día en la capital.
La Iglesia, tras la entrada del cólera en España, había aprovechado para, desde los púlpitos, considerarlo un “castigo divino” a las formas de actuar y la irreligiosidad de las gentes de ciudad (al transmitirse por aguas y alimentos contaminados, la incidencia en zonas rurales era muy escasa). Esta idea, cuando estalla la Guerra Carlista y los clérigos toman partido por el aspirante al trono, es transformada por los isabelinos, que comienzan a esparcir el rumor de que son los propios jesuitas los que, a través de prostitutas y mendigos, están envenenando las aguas de Madrid para expandir el cólera.
La broma de los chicos en la Puerta del Sol es vista como la constatación de esos rumores, lo que provoca el asesinato a puñaladas de uno de ellos mientras que el otro se refugia en el Convento de San Isidro. El cadáver del niño es paseado por toda la calle Mayor mientras los vecinos llaman al motín, y comienza una larga tarde en Madrid en que se asaltan los conventos y se asesina a los frailes.
Al día siguiente Martínez de la Rosa, presidente del Consejo de Ministros de la Regente, decreta el estado de sitio en Madrid, prohíbe las reuniones de más de diez personas, y comienza a detener a vecinos, todos de barrios humildes, acusados de lo ocurrido. El descrédito del Gobierno es tal que el 23 de julio, para intentar frenar un levantamiento, Martínez de la Rosa detiene a buena parte de los isabelinos acusándoles de un complot para derrocarle y convocar elecciones.
La primera ola del cólera en Madrid se fue como llegó. Tras una altísima mortalidad en julio (la Junta de Sanidad se negó a dar datos diarios, a pesar de haber anunciado que lo haría, por lo que es difícil saber el número total de muertos), en agosto bajaron las cifras y a finales de septiembre Madrid daba por controlada la epidemia, que abandonaría España en diciembre de ese año.
Lo ocurrido en este primer brote provocará un miedo atroz a los españoles cuando, en 1853, se decrete el comienzo de la segunda ola. De nuevo, la “enfermedad azul” entrará por el puerto de Vigo, y desde la prensa madrileña se exigirá el confinamiento total de la región gallega. Con el recuerdo de lo ocurrido veinte años antes, esta vez las posturas ante la epidemia se centrarán en aspectos científicos.
Divididos en “contagionistas” y “no contagionistas”, los expertos llenarán páginas con un debate que muestra lo poco que se sabía sobre la enfermedad: unos, y con ellos la Junta de Sanidad de Madrid, defendían que no existía contagio (de hecho, llegaron a prohibir el uso de la palabra para no generar alarma), y que la bacteria crecía en zonas insalubres; otros defendían que la bacteria se contagiaba entre personas y mercancías; y otros alegaban que la enfermedad se propagaba por el aire.
La España de los 50 poco tiene que ver con la de los 30, con una burguesía muy poderosa que se negó a los cordones sanitarios para no dañar la economía, y circunscribiendo las medidas sanitarias a cuarentenas de los barcos y un cierre de fronteras exteriores. A principios del 55, el Gobierno del Bienio Progresista aprueba reducir las cuarentenas a entre tres y cinco días; y con la llegada de O´Donnell se decreta el final de la pandemia (el general dio la orden de dejar de informar sobre la evolución de la crisis, por lo que, oficialmente, dejaron de contabilizarse casos).
Si en la primera ola las iras del pueblo fueron contra los frailes, en esta segunda cargaron contra los médicos, ya que, por lo tarde que se avisaba a los galenos, la mortalidad era muy alta en las horas siguientes a la llegada del facultativo. En concreto en Madrid comenzó a circular el rumor de que los médicos estaban aplicando medicamentos nocivos para aumentar la mortalidad e ingresando a personas sanas para que así se atendiesen sus reivindicaciones (mejoras salariales y mayores periodos de descanso).
Este brote, sin embargo, pasará a la historia de la capital por una de las obras de ingeniería más importantes del siglo: la construcción del Canal de Isabel II. Las obras, que habían comenzado en 1851, tuvieron que ser paralizadas tras detectarse un brote de cólera entre los operarios, lo que no impidió que las obras terminasen en 1858.
El tercer brote, en 1865, impacta en España, pero no en Madrid, ya que entra por Valencia y se concentra en la Corona de Aragón. En 1885 sí volverá el cólera a la capital, y lo hará a través de una ola que comienza en Jaén, donde lluvias torrenciales y terremotos provocan el retorno de la enfermedad. En 1884, y aún con la orden oficial de no dar información sobre el cólera, comienzan a decretarse cordones sanitarios en Alicante, Barcelona o Palma de Mallorca, mientras que el resto del mundo cierra sus fronteras a las mercancías españolas.
El 20 de mayo de 1885 el alcalde de Madrid decreta las primeras medidas contra la epidemia, mucho más duras que las de la segunda ola: confinamientos interiores, limitación del comercio de mercancías, y cuarentenas en mercados e industrias. La represión policial, las hambrunas y la rebelión social provocan la caída de Romero Robledo como Ministro de Gobernación y su sustitución por Fernández Villaverde. Sin embargo, la decisión más polémica de Romero Robledo será otra que nadie entendió ni dentro ni fuera de España: la prohibición de la vacuna de Ferrán.
Jaime Ferrán y Clúa, un médico de Tortosa especializado en bacteriología, aprendió en Marsella de las investigaciones de Robert Koch, y, con ellas, creó la primera vacuna contra el cólera. De vuelta a España vacunó masivamente a la población de Alzira, pero el Gobierno español prohíbe la distribución de la vacuna, que sí consigue el interés de la comunidad científica internacional siendo la base para otros estudios inmunológicos posteriores. Especialmente destacado es el papel de Ramón y Cajal, por aquel entonces catedrático en Valencia, que, después de ponerse la vacuna, hizo un informe para el Gobierno afirmando que no era segura. La realidad fue muy distinta: de 28.000 vacunados sólo 53 pacientes presentaron efectos secundarios.
Tras la dimisión de Romero Robledo y la llegada de Fernández Villaverde, las medidas se transformaron por completo: los cordones sanitarios que habían partido Madrid por la mitad son suprimidos, al igual que los lazaretos (hospitales donde los infectados quedaban recluidos). Precisamente ese confinamiento selectivo de la tercera ola ha pasado a la Historia como uno de los episodios más negros de la epidemiología en España.
En mayo de 1885, ante la llegada de los primeros casos a la capital, el alcalde Alberto Bosch decreta el cierre de casas de vacas y la demolición de viviendas, eso sí, solo en barrios pobres. Mientras los ricos huyen de la capital, los pobres se quedan encerrados en condiciones espeluznantes: fumigaciones a diario de viviendas y personas con productos muy tóxicos, abandonados a su suerte, obligados a cerrar comercios y sin ningún tipo de ayuda.
Lógicamente, las protestas no tardaron en llegar, siendo la más importante la de las verduleras en la Plaza de la Cebada. Con lazos negros en el corpiño se manifestaron el 19 de junio por las calles de Madrid de forma totalmente pacífica, pero acabaron asesinadas por la Policía. A finales de agosto la epidemia comienza a remitir, y se da por controlada el 14 de septiembre.
Esta tercera ola del cólera en Madrid pasará a la historia por un viaje de incógnito que aumentará la leyenda de uno de los Reyes más queridos de la Historia de España. El 2 de julio, en medio del pico de contagios, Alfonso XII cogió una berlina acompañado por su médico de cámara con dirección a la estación de Atocha. La intención del Rey era dirigirse a Aranjuez, epicentro de la epidemia, para interesarse por su situación, y lo hizo de incógnito ya que el Gobierno de Cánovas se lo había prohibido expresamente.
Alfonso intentó viajar como un madrileño más, pero el jefe de estación le reconoció comenzando a circular la noticia por toda la capital. El Rey pasó cuatro horas en el Real Sitio, conociendo de primera mano la “zona cero” de la cuarta ola en Europa, y a su vuelta a Atocha se encontró con una comitiva inesperada: los políticos que le habían vetado el viaje suspendieron la sesión en el Congreso para recibirle entre aplausos y gritos de “Viva el Rey”. La propia Reina, María Cristina, también acudió y, tras tocar al monarca, fue fumigada como él ante la mirada de los atónitos madrileños, que no dudaron en acompañarle con un gran aplauso durante todo su viaje de vuelta al Palacio Real.
Lo ocurrido en Atocha tuvo consecuencias políticas, pues Sagasta, líder del partido de la oposición, lo utilizará como símbolo de un gobierno sobrepasado por los acontecimientos. Tan sólo cuatro meses después, Alfonso muere de tisis, pocos días antes de cumplir 28 años, y Sagasta, tras pactar con Cánovas el reparto del poder a través del “turno de partidos”, forma gobierno.
Así termina la historia del cólera en Madrid, pero no en España, que vivirá otras tres olas. La primera, en 1893 afectará a las Islas Canarias, mientras que las otras dos, ya en pleno siglo XX, se dejarán sentir, con efectos muy leves, en 1971 en plena ribera del Jalón, obligando a vacunar a toda la provincia de Zaragoza; y en 1979, en Navarra.
Samuel Román